DUBLIN ( Javier Deus, para Aragón Liberal ).- Cuando imaginaba Dublín, deseaba que fuese así. Desde el aeropuerto, a bordo del bus que lleva a la ciudad, el verde irlandés es el encargado de dar la bienvenida. Y como si la vida se tratara de una postal, poco a poco van apareciendo pequeñas casas de ladrillos rojos, hasta que después de 25 minutos las campestres praderas se transforman en la energética ciudad que hoy día reseñan los artículos de prensa.
El bus avanza, por la derecha, al estilo inglés, por la histórica O Connell Street, el corazón de Dublín. Combinación justa de modernidad y pasado, en el concurrido bulevar conviven en armonía, por ejemplo, la centenaria Oficina de Correo y el futurista Dublin Spire, una gigantesca estructura de acero, con forma de aguja, de 122 metros de alto, que es símbolo de la nueva Irlanda.
A toda hora O Connell está repleta de dublineses y turistas que van y viene cargando bolsas de compras y, a simple vista, no hay ninguna señal del frenazo económico: se pronostica sólo un 2,6 por ciento de crecimiento para este año, el índice más bajo en dos décadas. Tal vez Irlanda está creciendo menos, pero ya avanzó lo suficiente como para pasar de olvidado patio trasero de Europa a tigre celta , ejemplo para cualquier país tercermundista con ganas de trepar en la escala social planetaria.
El milagro financiero irlandés comenzó en 1990, y se basó en un boom inmobiliario y la instalación de empresas tecnológicas. De esa forma lograron dejar atrás una economía basada en la agricultura. Un pasado agrario para el olvido que tuvo su capítulo más oscuro en la llamada "gran hambruna de las papas", de 1840, en la que murió la mitad de la población.
Parece la historia de otro país, si uno mira los actuales récords macroeconómicos, con un crecimiento anual promedio de 7,2 por ciento en la última década, el segundo ingreso per cápita más alto en Europa, después de Noruega y muy por encima del Reino Unido, o el flamante quinto puesto en el Indice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas.
Todas esas maquinales cifras se traducen en calles con un sistema de tranvías de diseño futurista, combinados con clásicos buses de dos pisos, al estilo londinense, pero amarillos; decenas de restaurantes fashion; hoteles boutique, y cientos de automóviles de lujo que, en hora pico, se suman a una masa de autos tan irritante como la de cualquier gran capital.
Teniendo en cuenta ese tráfico, el precio de los taxis, el sistema de buses incomprensible y, sobre todo, el reducido tamaño de la ciudad, está claro que caminar es la mejor forma de conocer Dublín.
Después de avanzar por las comerciales cinco cuadras de O Connell Street, la versión celta de los Champs-Elysées, llego a la ribera del Liffey, el río que divide en dos la ciudad y que ha marcado su destino desde que los vikingos arribaron a estas tierras.
El paseo es tranquilo e ilustrativo del sueño dublinés: 500 metros de tranco lento sobre las aguas del Liffey, rodeado de construcciones antiguas que se mezclan en paz con estructuras futuristas de vidrio y metal.
Consciente de no estar haciendo lo que quiero, me armo de paciencia para adentrarme por Grafton Street, una calle peatonal que podría estar en cualquier capital del mundo, con mucha gente, Starbucks, McDonald s, músicos y, desde luego, estatuas humanas.
La avalancha de turistas me hace recordar un consejo que leí en un diario inglés: si va por dos o tres días a Dublín, evite los fines de semana, ahorrará mucho dinero en hotel y gastará menos tiempo buscando una mesa en los restaurantes.
Con el sentido del deber cumplido, a la mañana siguiente decido perderme sin mapas por Dublín. Y, como si se tratase de una deuda pendiente, busco U2 en mi IPod y me pongo a caminar con la banda que en gran medida creó el mito de Dublín que habita en mi cabeza.
Mientras paseo sin apuro rumbo a la bahía, junto al Gran Canal, veo cisnes y árboles centenarios.
En el sudeste de la ciudad paso por Pembroke Road, una avenida amplia en un sector acomodado, con esquinas que se destacan por sus restaurantes pequeños, tiendas gourmet y cafeterías que pueden cobrar hasta 4 euros por un café.
Los precios son, por supuesto, un aspecto de la realidad que se antepone a la quimera de Dublín. Sin embargo, ratificar la singular amabilidad que muchos me advirtieron antes de partir me saca de la cabeza la calculadora.
Antes de saber que iría a Dublín, una amiga me contó una historia que formaba parte de mi fantasía de la ciudad. Hace un año había sido asaltada cerca de Bruselas y había llegado a Dublín casi con lo puesto. Así estaba en su primera noche cuando conoció a dos tipos, mientras escuchaba a un cantante callejero. A ellos les contó sobre su mala suerte.
"Uno de ellos se pone a fumar, yo le pido un cigarro, y él me regala su cajetilla -me escribe ahora que le pido recordar la historia-. Después de un rato, el otro me dice que le muestre mi mano, y pone 10 euros. Le digo que no, que gracias, y él me responde: Si tú estás bien, yo estoy bien ". Si no le cree a mi amiga ni a mí, lo invito a que realice el siguiente experimento: párese en cualquier esquina de Dublín, abra un mapa y verá que en segundos alguien se acercará a preguntarle si necesita ayuda. Palabra que es cierto.
Siempre hay alguien que agradece estos datos: Dublín proviene del gaélico Dubh , negro, y Linn , lago. Así, el lago-negro merece un par de párrafos aparte a la hora de hablar de sus bellos parques.
Al menos existen cinco jardines dignos de reseñar. Y de ellos, dos imprescindibles: el más importante quizá sea Iveagh Gardens, porque si no se sabe de él es casi imposible llegar. En mi caso, de suerte leí antes una nota del New York Times que lo llamaba El Jardín Secreto . De otro modo, hubiese pasado de largo. Iveagh Gardens está escondido detrás de edificios, justo a un costado del National Concert Hall.
Ahí llegan vecinos a leer el diario, madres empeñadas en enseñar a caminar a sus hijos y escolares futboleros que juegan sin molestar a nadie, rodeados de viejas estatuas decapitadas por los años. El ruido del tráfico baja a un nivel mínimo y la banda sonora del parque es la mezcla del agua de las piletas y las hojas agitadas por el viento. Suena a new age, pero no lo es.
Tampoco existen vendedores ambulantes en Iveagh, pienso al recordar mi paso por sus prados, como tampoco los hay en St. Stephen s Green, el parque más clásico y concurrido de Dublín.
Es lunes, 4 de la tarde, hace frío, pero no hay nubes y St. Stephen´s Green está repleto de personas que han venido a aprovechar unos tibios rayos de sol. Los más viejos ocupan los bancos, los jóvenes están tirados sobre el pasto, los niños corren y los turistas les sacan fotos.
No hay que ser sociólogo para adivinar que los dublineses son fanáticos de sus jardines y quién sabe si esa pasión servirá para interpretar el último dato estadístico de esta nota para el cual no tengo explicación: según un estudio, los irlandeses son los europeos que consumen menos cultura, pese a su progreso económico.
De pubs, cervezas, fútbol y whiskeys.
Escribir, escribir... Tal vez sea hora de parar con estas divagaciones y visitar un auténtico bar irlandés. Cuentan que hay más de 1000 en Dublín, muchos con música típica irlandesa, cuestión agradable sólo por algunos minutos. Sobre todo en la zona del Temple Bar, con muchos músicos callejeros, riñas los fines de semana y locales empecinados en atraer turistas y cobrarles 10 euros por una cerveza.
Por eso llego al Hughes Bar, en 19 Chancery Street. Aquí los parroquianos le dan la mano al barman para saludarlo, piden una cerveza Guinness y toman el control remoto para sintonizar un partido de fútbol. Con suerte, me cuenta el barman, aquí uno podría encontrarse con músicos como Paul Doyle o Jerry Holland, que a menudo se animan a tocar para el respetable. Puede que el ambiente sea demasiado local y no es raro sentirse un poco ajeno en Hughes, un sitio tan dublinés que, creo, sólo puede ser disfrutado por los que han nacido en la ciudad.
Al fin y al cabo, uno es un turista, aunque no quiera. La solución la encuentro en Wexford Street, donde está el Solas, un ultramoderno bar de diseño, y el Village Venue, local en que se presentan músicos como Sinéad O Connor o Morrissey, y donde decido cumplir con el último ritual: beber un whiskey irlandés.
Lo clásico sería pedir un Jameson, versus el sabor ahumado de un Bushmills, el whiskey más prestigiado de Irlanda, como dice una crítica especializada. Y gana este último.
Escritores primero; el resto, después.
En un rincón de St. Stephen s Green, debajo de una estatua se lee: Crossing Stephen s that is my green, y más abajo James Joyce, nombre que inevitablemente lleva a la Dublín literaria. Aquí nacieron y vivieron muchos escritores anglosajones importantes. Entre otros: Joyce, Oscar Wilde, W. B. Yeats, Bernard Shaw y Jonathan Swift.
En el Dublin Writers Museum, en 18 Parnell Square, el guía asegura que en Irlanda los ídolos son los literatos, no los futbolistas ni los cantantes. Y dice que hasta existe un dicho: "Los escritores primero, todo el resto después".
El más popular, sin duda, es James Joyce. Tanto, que tiene una especie de museo sólo para él, el James Joyce Centre, en 35 North Great Georges Street. Buena parte de sus méritos para tal honor estn en su aclamado Ulises, que narra el 16 de junio de 1904 en la vida de Leopold Bloom, día que todos los años es recordado con una de las mayores fiestas, el Bloom s Day.
Ese día se reúnen más de 1000 personas para emular el itinerario del protagonista de Ulises. "Muchos parten desayunando riñones de cerdo y luego caminan hasta la casa de Joyce, en el número 7 de Eccles Street -dice-. El resto del año -pasa el aviso-, los seguidores de Joyce pueden visitar el famoso Davy Byrne, en 21 Duke Street, donde Leopold Bloom comió un gorgonzola sándwich y bebió un vaso de Burgundy."